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Divulgación científica y narrativa de ficción
Divulgación científica y narrativa de ficción

Divulgación científica y narrativa de ficción
Divulgación científica y narrativa de ficción

29/APR/2021
29/APR/2021

 

Pedro Meseguer              

Divulgar significa poner al alcance de la gente común cierto conocimiento, sin requerir una formación concreta de las personas objetivo. Es una tarea cada vez más necesaria en nuestra sociedad, en donde la ciencia y la tecnología juegan papeles de importancia creciente (la crisis del COVID-19 y la acción de las vacunas son una muestra actual y palpable de esto). Y es una empresa que requiere cierta gracia, porque el tema en cuestión se ha de presentar de forma atractiva, que enganche al público. Es imposible conocer en detalle todas las áreas de la ciencia; no es solamente un problema de extensión inabarcable, sino que la especialización y el uso de lenguajes específicos para cada una de ellas las hacen inaccesibles a los profanos. Pero con una buena divulgación, sí es posible estar al día del desarrollo científico.

La forma clásica de divulgar ha sido tratar temas científicos en medios de comunicación —fundamentalmente prensa y televisión— de forma atractiva y mediante lenguajes no especiales, accesibles a todo el mundo con una mínima formación (decía Manuel Calvo Hernando «el secreto es hablar de ciencia usando el lenguaje de la calle»). Es la línea del llamado «periodismo científico», en la que se han destacado famosos divulgadores como Carl Sagan (la serie de TV Cosmos), o Félix Rodríguez de la Fuente (la serie de TV El hombre y la Tierra).

Otra forma es mediante libros de divulgación, con un lenguaje asequible sobre un tema concreto. Ejemplos: el propio Carl Sagan (el libro Cosmos) o Stephen Hawking (el libro La historia del tiempo); los dos autores fueron científicos. La divulgación llega a menos gente que en el caso anterior, pero puede que lo haga con más profundidad.

Una tercera forma de divulgar, menos extendida pero igualmente válida, es mediante la narrativa de ficción. Consiste en usar elementos científicos en obras narrativas (novelas o relatos cortos). La persona que lee, si está realmente capturada por la trama de la narración, sentirá una curiosidad natural por los ingredientes que aparecen en ella. Si hay componentes de ciencia o tecnología, su atención se focalizará en ellos y la persona se familiarizará con ellos. Es un proceso espontáneo, derivado de la curiosidad innata que lleva a los lectores a avanzar en un relato. Esta disposición involuntaria es la ventaja de esta forma de divulgar frente a las anteriores, que requieren de una actitud más proactiva del lector hacia la divulgación.

Un ejemplo puede ilustrar esta idea. En la novela de Gabriel García Márquez, Cien años de soledad (1967), el circo de los gitanos lleva los adelantos científicos al pueblo de Macondo. El segundo párrafo del libro comienza así:

En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa.» Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares.

El tránsito por esas líneas automáticamente familiariza al lector con los avances ópticos que mencionan y, si los desconoce, la propia persona sentirá curiosidad por encontrarlos y comprenderlos (y, si viene al caso, se documentará en internet, en este tiempo de exceso de información). Realiza perfectamente el propósito de divulgar: proporciona conocimientos prácticos y estimula al lector para profundizar en sus fuentes.

Esta forma de divulgar no es nueva, se conoce desde el siglo XIX. Las novelas de Jules Verne son ejemplos de esta idea: historias de aventuras con abundantes y cruciales componentes científicos, que el autor desgranaba hábilmente a lo largo de la trama. El lector, a medida que progresaba en la lectura, se familiarizaba con ellos. La ciencia también se usó por escritores como Arthur Conan Doyle en su personaje Sherlock Holmes —sus costumbres muestran que el autor era médico— y H.G. Wells en sus obras futuristas La máquina del tiempo (1895) y La guerra de los mundos (1898). Muchos de estos autores fueron los fundadores del género de ciencia-ficción, que, quizá por la cantidad de mundos nuevos que describe, ha acostumbrado a los lectores asiduos a singularidades científicas y tecnológicas.

Una condición para que esta última forma de divulgación sea efectiva es que el texto no esconda ninguna intención pedagógica. Y para eso la ciencia ha de estar muy imbricada en la trama, ha de aparecer de forma natural entre otros elementos no científicos. En caso contrario, la narración pierde interés, porque cuando la intención del autor queda al descubierto el lector es capaz de anticipar y, en ese caso, el relato pierde tensión. La obra de divulgación El diablo de los números (1997) de Hans Magnus Enzensberger —con el explicativo subtítulo «Un libro para todos aquellos que temen a las Matemáticas»—, es un texto con una intención pedagógica evidente que perjudica el interés de la propia narración.

En el vasto mar de la literatura de los siglos XX y XXI existen obras narrativas con elementos científicos. Una investigación detallada proporciona un número significativo —pequeño si lo comparamos con la cantidad de obras publicadas, aunque no desdeñable— de títulos. En los párrafos siguientes profundizo en dos de sus autores: Ian McEwan y Jorge Luis Borges.

Ian McEwan (1948) es un novelista británico bastante conocido y muy premiado, con una obra extensa (una curiosidad académica: McEwan fue nombrado, en 2018, doctor Honoris Causa por la Universidad Carlos III de Madrid). Suele incluir elementos científicos en sus textos. Un buen ejemplo es la novela Máquinas como yo (2019) —que comenté en un artículo anterior—, en donde plantea la convivencia entre una persona y un humano sintético, y eso le ofrece oportunidades para presentar cuestiones actuales de inteligencia artificial: las clases de complejidad P y NP, el problema del viajante de comercio, los coches autónomos, múltiples asuntos éticos. Fuera de la computación, en Amor perdurable (1997) aborda el complejo tema de la genética y el ADN, mientras que en Solar (2010) contempla diversas cuestiones de física teórica. En toda su obra queda patente su interés por los temas científicos. Y lo corrobora el dato biográfico siguiente: McEwan pertenece a la Asociación estadounidense para el avance de la ciencia.

Jorge Luis Borges (1899-1986) fue un escritor argentino, muy conocido por sus relatos cortos (también escribió abundante poesía y ensayo). Y fue un eterno candidato al Nobel de Literatura que no consiguió (para demérito del premio). Sus relatos son hondos, con múltiples niveles de significado. Borges, con su prosa cuidada y precisa, consigue describir cuestiones profundas que en ocasiones tienen interpretaciones científicas, sin citar la ciencia explícitamente. Y sus relatos no son pesados ladrillos, sino que son accesibles para cualquier lector, con el beneficio de su brevedad. La extraordinaria habilidad de Borges, su magia, consiste en ser capaz de desarrollar asuntos nada triviales, de profundo calado, con un lenguaje limpio y conciso, y en unas pocas páginas. Son auténticas perlas concentradas de sentido. Entre sus relatos destaco: El jardín de senderos que se bifurcan (1941), una historia de espías en la Primera Guerra Mundial, que se puede interpretar en clave de mecánica cuántica; El aleph (1949), un cuento sobre pequeñas intrigas de literatos porteños, que admite una lectura matemática en términos de conjuntos infinitos; y, La otra muerte (1949), una anécdota en las guerras locales argentinas de principios del siglo XX, de la que Borges se sirve para describir —anticipándose a la inteligencia artificial— la problemática de un sistema de mantenimiento de la consistencia. Bocados exquisitos para un científico que lee, pero igualmente hondos y esclarecedores para cualquier persona.

Pedro Meseguer              

Divulgar significa poner al alcance de la gente común cierto conocimiento, sin requerir una formación concreta de las personas objetivo. Es una tarea cada vez más necesaria en nuestra sociedad, en donde la ciencia y la tecnología juegan papeles de importancia creciente (la crisis del COVID-19 y la acción de las vacunas son una muestra actual y palpable de esto). Y es una empresa que requiere cierta gracia, porque el tema en cuestión se ha de presentar de forma atractiva, que enganche al público. Es imposible conocer en detalle todas las áreas de la ciencia; no es solamente un problema de extensión inabarcable, sino que la especialización y el uso de lenguajes específicos para cada una de ellas las hacen inaccesibles a los profanos. Pero con una buena divulgación, sí es posible estar al día del desarrollo científico.

La forma clásica de divulgar ha sido tratar temas científicos en medios de comunicación —fundamentalmente prensa y televisión— de forma atractiva y mediante lenguajes no especiales, accesibles a todo el mundo con una mínima formación (decía Manuel Calvo Hernando «el secreto es hablar de ciencia usando el lenguaje de la calle»). Es la línea del llamado «periodismo científico», en la que se han destacado famosos divulgadores como Carl Sagan (la serie de TV Cosmos), o Félix Rodríguez de la Fuente (la serie de TV El hombre y la Tierra).

Otra forma es mediante libros de divulgación, con un lenguaje asequible sobre un tema concreto. Ejemplos: el propio Carl Sagan (el libro Cosmos) o Stephen Hawking (el libro La historia del tiempo); los dos autores fueron científicos. La divulgación llega a menos gente que en el caso anterior, pero puede que lo haga con más profundidad.

Una tercera forma de divulgar, menos extendida pero igualmente válida, es mediante la narrativa de ficción. Consiste en usar elementos científicos en obras narrativas (novelas o relatos cortos). La persona que lee, si está realmente capturada por la trama de la narración, sentirá una curiosidad natural por los ingredientes que aparecen en ella. Si hay componentes de ciencia o tecnología, su atención se focalizará en ellos y la persona se familiarizará con ellos. Es un proceso espontáneo, derivado de la curiosidad innata que lleva a los lectores a avanzar en un relato. Esta disposición involuntaria es la ventaja de esta forma de divulgar frente a las anteriores, que requieren de una actitud más proactiva del lector hacia la divulgación.

Un ejemplo puede ilustrar esta idea. En la novela de Gabriel García Márquez, Cien años de soledad (1967), el circo de los gitanos lleva los adelantos científicos al pueblo de Macondo. El segundo párrafo del libro comienza así:

En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa.» Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares.

El tránsito por esas líneas automáticamente familiariza al lector con los avances ópticos que mencionan y, si los desconoce, la propia persona sentirá curiosidad por encontrarlos y comprenderlos (y, si viene al caso, se documentará en internet, en este tiempo de exceso de información). Realiza perfectamente el propósito de divulgar: proporciona conocimientos prácticos y estimula al lector para profundizar en sus fuentes.

Esta forma de divulgar no es nueva, se conoce desde el siglo XIX. Las novelas de Jules Verne son ejemplos de esta idea: historias de aventuras con abundantes y cruciales componentes científicos, que el autor desgranaba hábilmente a lo largo de la trama. El lector, a medida que progresaba en la lectura, se familiarizaba con ellos. La ciencia también se usó por escritores como Arthur Conan Doyle en su personaje Sherlock Holmes —sus costumbres muestran que el autor era médico— y H.G. Wells en sus obras futuristas La máquina del tiempo (1895) y La guerra de los mundos (1898). Muchos de estos autores fueron los fundadores del género de ciencia-ficción, que, quizá por la cantidad de mundos nuevos que describe, ha acostumbrado a los lectores asiduos a singularidades científicas y tecnológicas.

Una condición para que esta última forma de divulgación sea efectiva es que el texto no esconda ninguna intención pedagógica. Y para eso la ciencia ha de estar muy imbricada en la trama, ha de aparecer de forma natural entre otros elementos no científicos. En caso contrario, la narración pierde interés, porque cuando la intención del autor queda al descubierto el lector es capaz de anticipar y, en ese caso, el relato pierde tensión. La obra de divulgación El diablo de los números (1997) de Hans Magnus Enzensberger —con el explicativo subtítulo «Un libro para todos aquellos que temen a las Matemáticas»—, es un texto con una intención pedagógica evidente que perjudica el interés de la propia narración.

En el vasto mar de la literatura de los siglos XX y XXI existen obras narrativas con elementos científicos. Una investigación detallada proporciona un número significativo —pequeño si lo comparamos con la cantidad de obras publicadas, aunque no desdeñable— de títulos. En los párrafos siguientes profundizo en dos de sus autores: Ian McEwan y Jorge Luis Borges.

Ian McEwan (1948) es un novelista británico bastante conocido y muy premiado, con una obra extensa (una curiosidad académica: McEwan fue nombrado, en 2018, doctor Honoris Causa por la Universidad Carlos III de Madrid). Suele incluir elementos científicos en sus textos. Un buen ejemplo es la novela Máquinas como yo (2019) —que comenté en un artículo anterior—, en donde plantea la convivencia entre una persona y un humano sintético, y eso le ofrece oportunidades para presentar cuestiones actuales de inteligencia artificial: las clases de complejidad P y NP, el problema del viajante de comercio, los coches autónomos, múltiples asuntos éticos. Fuera de la computación, en Amor perdurable (1997) aborda el complejo tema de la genética y el ADN, mientras que en Solar (2010) contempla diversas cuestiones de física teórica. En toda su obra queda patente su interés por los temas científicos. Y lo corrobora el dato biográfico siguiente: McEwan pertenece a la Asociación estadounidense para el avance de la ciencia.

Jorge Luis Borges (1899-1986) fue un escritor argentino, muy conocido por sus relatos cortos (también escribió abundante poesía y ensayo). Y fue un eterno candidato al Nobel de Literatura que no consiguió (para demérito del premio). Sus relatos son hondos, con múltiples niveles de significado. Borges, con su prosa cuidada y precisa, consigue describir cuestiones profundas que en ocasiones tienen interpretaciones científicas, sin citar la ciencia explícitamente. Y sus relatos no son pesados ladrillos, sino que son accesibles para cualquier lector, con el beneficio de su brevedad. La extraordinaria habilidad de Borges, su magia, consiste en ser capaz de desarrollar asuntos nada triviales, de profundo calado, con un lenguaje limpio y conciso, y en unas pocas páginas. Son auténticas perlas concentradas de sentido. Entre sus relatos destaco: El jardín de senderos que se bifurcan (1941), una historia de espías en la Primera Guerra Mundial, que se puede interpretar en clave de mecánica cuántica; El aleph (1949), un cuento sobre pequeñas intrigas de literatos porteños, que admite una lectura matemática en términos de conjuntos infinitos; y, La otra muerte (1949), una anécdota en las guerras locales argentinas de principios del siglo XX, de la que Borges se sirve para describir —anticipándose a la inteligencia artificial— la problemática de un sistema de mantenimiento de la consistencia. Bocados exquisitos para un científico que lee, pero igualmente hondos y esclarecedores para cualquier persona.