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Delirios
Delirios

01/FEB/2022
01/FEB/2022

 

Pedro Meseger

El dolor mental puede ser más devastador que el dolor físico. Las neurosis graves, las depresiones y, en último caso, el suicidio, muestran claramente la capacidad destructiva de una ruinosa salud mental. Y las consecuencias de esas enfermedades no solo afectan a las personas concretas que las sufren, sino también a sus seres cercanos: los daños colaterales también existen aquí.

            A menudo estos trastornos se silencian; el caso más clamoroso son los suicidios en el metro, que se camuflan bajo gruesos eufemismos cuando una línea se interrumpe por su causa. Por eso es notable que un escritor reconocido como Ian McEwan haya tomado un caso de enfermedad mental grave para construir una obra narrativa. Se trata de la novela Amor perdurable, publicada en 1997. Cuenta la extraña historia de Joe, el protagonista y narrador que, tras un vertiginoso incidente, sufre el acoso de un perturbado llamado Parry, obsesionado por su amor por el protagonista. Joe, antiguo investigador en electrodinámica cuántica, nos cuenta su vida cotidiana de escritor de artículos científicos divulgativos junto a su mujer Clarissa, especialista en el poeta británico John Keats, y los incidentes que le genera ese persistente acoso (diagnosticado como un serio desorden psiquiátrico del enamorado perseguidor).

            Inicialmente, Parry se limita a telefonear y Joe le rechaza. Después le sigue, y tienen varios encuentros en la puerta de su casa, pero el protagonista reafirma su negativa. De forma independiente, Clarissa pierde su agenda. Joe comienza a recibir cartas, hasta tres o cuatro a la semana, mientras que la presencia del acosador frente a su edificio se hace habitual. Autoconvencido de su ficción, sumergido en su ilusión paranoica, Perry es inasequible al desaliento. Por el contrario, Joe se desquicia y su relación con Clarissa se resiente. Como en sus artículos divulgativos, se documenta sobre este trastorno y concluye que se trata de un caso de síndrome de Clérambault. Acude a la policía, porque los sujetos que lo sufren se suelen volver agresivos después de las etapas iniciales, pero los agentes no recogen su petición.

El autor, gran prestidigitador literario, ya ha captado la atención de la persona lectora y le da un respiro al dirigirla en otra dirección. Describe unos acontecimientos del siglo XIX que pudieron cambiar el curso de la ciencia: Friedrich Miescher, un médico suizo, aisló en 1869 el ADN del núcleo celular. No obstante, la comunidad científica no le prestó atención y esa molécula, imprescindible para la vida, pasó desapercibida para la vanguardia de la ciencia varias decenas de años hasta que Wilkins, Franklin, Crick y Watson supieron interpretarla. Watson y Crick, en 1953, publicaron un artículo en la prestigiosa revista Nature, en el que daban cuenta de sus hallazgos; ellos dos y Wilkins, en 1962, recibieron el Premio Nobel de Medicina por el descubrimiento de la estructura del ADN. Rosalind Franklin, que había tenido un protagonismo esencial en el proceso, había muerto unos años antes.

Esa información nos llega con admirable maestría. Celebran el cumpleaños de Clarissa en un restaurante y aparece Jocelyn, su padrino, que ocupa un cargo en el proyecto del genoma humano. Como regalo le ofrece un precioso broche con la doble hélice del ADN. Jocelyn diserta sobre el descubrimiento de Miescher (primero, lo cuenta la voz narradora; después, pasa a estilo directo): «…Aquélla constituiría una de las grandes ocasiones desperdiciadas de la historia de la ciencia […]. —Lo tenían delante de las narices —observó Jocelyn—. Pero eran incapaces de verlo…». Continúa con una descripción de los pequeños avances que finalmente concluyeron en la concepción del ADN tal y como lo conocemos hoy. A la vez, Joe describe el restaurante y, en particular, una mesa cercana con el mismo número de comensales y del mismo sexo que la suya. Una casualidad que será clave. Sin embargo, la animada conversación con Clarissa y su padrino prosigue sobre el poeta Keats (con sospechosa equidad, McEwan dedica la primera parte de la conversación a la biología y la segunda, a la poesía). Y Joe apostilla: «…de Miescher y Hoppe-Seyler, llegamos a Keats y Wordsworth…» (los dos primeros son médicos; los dos segundos, poetas). Pero esta conversación culta solo ha sido un breve reposo, un suspiro de calma antes de que se desate la tempestad. Clérembault ya lo advertía: los que sufrían su síndrome se volvían peligrosos. Con los postres llega la tragedia. Joe, el narrador protagonista que escribe desde el futuro, introduce un pensamiento: «¿Y qué podría haber hecho, en mi fantasía, para convencer a Clarissa, a Jocelyn y a los desconocidos de la otra mesa de que dejaran la comida y echaran a correr conmigo escaleras arriba para buscar una puerta por donde bajar a la calle?». Repite su visita a la policía pero, desencantado por su inoperancia, Joe busca medios ilegales de protección. El acosador continua con su ataque y… La novela, con varias subtramas, concluye cerrando unas de manera abrupta y otras de forma inesperada. Y la historia finaliza en el lugar donde empezó: en la verde y supuestamente apacible campiña inglesa.

            La novela termina con dos apéndices. El primero es un artículo recogido de la Revista Británica de Psiquiatría, en donde se describe en términos psiquiátricos y con un lenguaje técnico —las personas se denotan por iniciales— el caso de la novela. Da la impresión de que McEwan ha tomado la inspiración de ese caso y lo ha ficcionado para producir su obra, a partir de esos datos en apariencia auténticos. Pero en realidad sucedió lo contrario: en el colmo de la destreza literaria, el autor produjo un artículo técnico —el recogido en ese apéndice— a partir de los elementos de ficción de la novela, y lo envió a dicha revista para su publicación. El artículo fue rechazado, así que nunca se publicó[1]. Como curiosidad, estaba firmado por los doctores Wenn y Camia, palabras que están formadas con las letras de “Ian McEwan”. Esta revelación proviene del Ramson Center, que almacena el legado del autor y ha investigado la génesis de esta novela. El segundo apéndice es una carta escrita por Perry en su internamiento, remitida al Dr. Wenn (uno de los autores del artículo anterior) y que, por tanto, desvela el caracter ficcional de la obra completa.

 

[1] Si se llega a aceptar, vaya embarazo para el “editor-in-chief” cuando se hubiese conocido esta historia.

Pedro Meseger

El dolor mental puede ser más devastador que el dolor físico. Las neurosis graves, las depresiones y, en último caso, el suicidio, muestran claramente la capacidad destructiva de una ruinosa salud mental. Y las consecuencias de esas enfermedades no solo afectan a las personas concretas que las sufren, sino también a sus seres cercanos: los daños colaterales también existen aquí.

            A menudo estos trastornos se silencian; el caso más clamoroso son los suicidios en el metro, que se camuflan bajo gruesos eufemismos cuando una línea se interrumpe por su causa. Por eso es notable que un escritor reconocido como Ian McEwan haya tomado un caso de enfermedad mental grave para construir una obra narrativa. Se trata de la novela Amor perdurable, publicada en 1997. Cuenta la extraña historia de Joe, el protagonista y narrador que, tras un vertiginoso incidente, sufre el acoso de un perturbado llamado Parry, obsesionado por su amor por el protagonista. Joe, antiguo investigador en electrodinámica cuántica, nos cuenta su vida cotidiana de escritor de artículos científicos divulgativos junto a su mujer Clarissa, especialista en el poeta británico John Keats, y los incidentes que le genera ese persistente acoso (diagnosticado como un serio desorden psiquiátrico del enamorado perseguidor).

            Inicialmente, Parry se limita a telefonear y Joe le rechaza. Después le sigue, y tienen varios encuentros en la puerta de su casa, pero el protagonista reafirma su negativa. De forma independiente, Clarissa pierde su agenda. Joe comienza a recibir cartas, hasta tres o cuatro a la semana, mientras que la presencia del acosador frente a su edificio se hace habitual. Autoconvencido de su ficción, sumergido en su ilusión paranoica, Perry es inasequible al desaliento. Por el contrario, Joe se desquicia y su relación con Clarissa se resiente. Como en sus artículos divulgativos, se documenta sobre este trastorno y concluye que se trata de un caso de síndrome de Clérambault. Acude a la policía, porque los sujetos que lo sufren se suelen volver agresivos después de las etapas iniciales, pero los agentes no recogen su petición.

El autor, gran prestidigitador literario, ya ha captado la atención de la persona lectora y le da un respiro al dirigirla en otra dirección. Describe unos acontecimientos del siglo XIX que pudieron cambiar el curso de la ciencia: Friedrich Miescher, un médico suizo, aisló en 1869 el ADN del núcleo celular. No obstante, la comunidad científica no le prestó atención y esa molécula, imprescindible para la vida, pasó desapercibida para la vanguardia de la ciencia varias decenas de años hasta que Wilkins, Franklin, Crick y Watson supieron interpretarla. Watson y Crick, en 1953, publicaron un artículo en la prestigiosa revista Nature, en el que daban cuenta de sus hallazgos; ellos dos y Wilkins, en 1962, recibieron el Premio Nobel de Medicina por el descubrimiento de la estructura del ADN. Rosalind Franklin, que había tenido un protagonismo esencial en el proceso, había muerto unos años antes.

Esa información nos llega con admirable maestría. Celebran el cumpleaños de Clarissa en un restaurante y aparece Jocelyn, su padrino, que ocupa un cargo en el proyecto del genoma humano. Como regalo le ofrece un precioso broche con la doble hélice del ADN. Jocelyn diserta sobre el descubrimiento de Miescher (primero, lo cuenta la voz narradora; después, pasa a estilo directo): «…Aquélla constituiría una de las grandes ocasiones desperdiciadas de la historia de la ciencia […]. —Lo tenían delante de las narices —observó Jocelyn—. Pero eran incapaces de verlo…». Continúa con una descripción de los pequeños avances que finalmente concluyeron en la concepción del ADN tal y como lo conocemos hoy. A la vez, Joe describe el restaurante y, en particular, una mesa cercana con el mismo número de comensales y del mismo sexo que la suya. Una casualidad que será clave. Sin embargo, la animada conversación con Clarissa y su padrino prosigue sobre el poeta Keats (con sospechosa equidad, McEwan dedica la primera parte de la conversación a la biología y la segunda, a la poesía). Y Joe apostilla: «…de Miescher y Hoppe-Seyler, llegamos a Keats y Wordsworth…» (los dos primeros son médicos; los dos segundos, poetas). Pero esta conversación culta solo ha sido un breve reposo, un suspiro de calma antes de que se desate la tempestad. Clérembault ya lo advertía: los que sufrían su síndrome se volvían peligrosos. Con los postres llega la tragedia. Joe, el narrador protagonista que escribe desde el futuro, introduce un pensamiento: «¿Y qué podría haber hecho, en mi fantasía, para convencer a Clarissa, a Jocelyn y a los desconocidos de la otra mesa de que dejaran la comida y echaran a correr conmigo escaleras arriba para buscar una puerta por donde bajar a la calle?». Repite su visita a la policía pero, desencantado por su inoperancia, Joe busca medios ilegales de protección. El acosador continua con su ataque y… La novela, con varias subtramas, concluye cerrando unas de manera abrupta y otras de forma inesperada. Y la historia finaliza en el lugar donde empezó: en la verde y supuestamente apacible campiña inglesa.

            La novela termina con dos apéndices. El primero es un artículo recogido de la Revista Británica de Psiquiatría, en donde se describe en términos psiquiátricos y con un lenguaje técnico —las personas se denotan por iniciales— el caso de la novela. Da la impresión de que McEwan ha tomado la inspiración de ese caso y lo ha ficcionado para producir su obra, a partir de esos datos en apariencia auténticos. Pero en realidad sucedió lo contrario: en el colmo de la destreza literaria, el autor produjo un artículo técnico —el recogido en ese apéndice— a partir de los elementos de ficción de la novela, y lo envió a dicha revista para su publicación. El artículo fue rechazado, así que nunca se publicó[1]. Como curiosidad, estaba firmado por los doctores Wenn y Camia, palabras que están formadas con las letras de “Ian McEwan”. Esta revelación proviene del Ramson Center, que almacena el legado del autor y ha investigado la génesis de esta novela. El segundo apéndice es una carta escrita por Perry en su internamiento, remitida al Dr. Wenn (uno de los autores del artículo anterior) y que, por tanto, desvela el caracter ficcional de la obra completa.

 

[1] Si se llega a aceptar, vaya embarazo para el “editor-in-chief” cuando se hubiese conocido esta historia.

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