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Serendipias
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05/SEP/2022
05/SEP/2022

 

Pedro Meseguer

El físico francés León Foucault inventó el péndulo que lleva su nombre para visualizar la rotación de la Tierra. Tras varios experimentos iniciales, en 1851 realizó una demostración pública en el Panteón de París, colgando de su bóveda un péndulo de 67 metros de largo con una bala de cañón recubierta de latón de 28 kg[1]. Fue un éxito absoluto. Pero el lugar, además de una arquitectura adecuada, también aportaba significado. El Panteón, edificado en la cima de la colina de Santa Genoveva, impone con su frontal neoclásico y su enorme cúpula. La presencia del péndulo de Foucault en el Panteón, mausoleo laico[2] que recoge los restos de los grandes hombres y mujeres de Francia[3], recuerda la consideración de que la ciencia es un asunto serio, y debe ser tratada con respeto y veneración (y, a veces, hasta con un punto de solemnidad).

            Esa reverencia por la ciencia no está nada presente en las páginas de la novela Oveja mansa, escrita por Connie Willis. Bien al contrario, Sandra Foster, la protagonista, se esfuerza en desmitificarla: «El proceso científico es exactamente igual que cualquier otra empresa humana: complicado, azaroso y mal dirigido, y depende enormemente de la casualidad». Y, para sustentar esa tesis, desgrana una serie de anécdotas desmitificadoras sobre científicos y sus hallazgos (poco importa que algunas hayan sido desmentidas en otros foros, la autora las cuenta despreocupada). Por ejemplo, Alexander Fleming era hijo de un jardinero que trabajaba en la casa de la familia Churchill. Cuando Winston Churchill, el que fuera primer ministro británico, tenía 10 años, se cayó en un estanque y el jardinero lo salvó. Como muestra de gratitud, los Churchill pagaron los estudios universitarios de Alexander[4]. La puntería de Fleming con el rifle hizo que, una vez graduado, siguiera en el St. Mary’s Hospital Medical School para competir con su equipo de tiro. Tras la Primera Guerra Mundial volvió ese hospital. Allí, en 1928, descubrió la penicilina de forma accidental en su desordenado laboratorio. O el caso de las paperas de Einstein a los cuatro años. Para distraerlo en los largos días de cama, su padre le regaló una brújula de bolsillo. El propio Einstein ha confesado el impacto que le causó ese aparatito, con su aguja siempre apuntando en la misma dirección sin estar en contacto con nada. Tras esa anécdota, la autora apostilla: «Y [con la brújula, su padre le entregó] las llaves del universo».

También aparecen casos en donde, tras varios días de intensa dedicación, la solución de un problema se muestra en la mente del investigador sin esfuerzo aparente. Como si fuera un regalo. Por ejemplo, el incidente del matemático francés Poincaré con el autobús. Cuando era profesor en la universidad de Caen, llevaba trabajando una temporada sobre una cuestión que se le resistía. Frustrado, decidió tomarse un descanso, y se unió a una expedición geológica. Al subir al autobús, la solución del problema —un importante descubrimiento sobre funciones fuchsianas— apareció nítida en su mente, acompañada de la certeza de su corrección. Para explicar este fenómeno, la autora recurre al caos: «Otros teóricos del caos han explicado la experiencia de Poincaré como el resultado de la conjunción de dos marcos de referencia distintos». O el caso de Mendeléiev, el padre de la tabla periódica, que protagonizó otra anécdota parecida. El profesor de la universidad de San Petersburgo se dirigía, en 1869, a una conferencia sobre la fabricación de quesos, cuando se quedó dormido en el tren[5]. «En un sueño vi una tabla en la que todos los elementos encajaban en su lugar. Al despertar, tomé nota de todo», declaró. Y así nació la clasificación de los elementos químicos[6].

Esta novela contiene mucho humor; la autora enumera anécdotas cotidianas y nada solemnes sobre las contribuciones de multitud de personas de ciencia —incluidos grandes nombres como Arquímedes, Newton o Darwin— siempre en la misma línea: lo que más importa de un científico no es su preparación sino «la suerte». Además de los mencionados, cita un conjunto relevante de investigadores de primer nivel: Roëtgen, Galvani, Messier, Penzias (en un episodio construyen una secuencia de pares de científicos; tras “Penzias y Wilson”[7], un personaje de la novela sugiere incluir “Gilbert y Sullivan”), Kekulé, Malthus, Wegener… Estas pequeñas historias sirven para ambientar la trama humorística de la obra. La acción se desarrolla en la empresa HiTek —un obvio guiño a High Technology, y un símbolo de organizaciones científicas reales—, en donde la protagonista estudia toda clase de modas: la del pelo corto, la del hula-hoop, la de la muñeca Barbie, etc. Los errores en la entrega de paquetes de una hilarante ayudante llamada Flip, facilitan que la protagonista conozca a otros investigadores y, en particular, a un teórico del caos con quien establece una buena relación personal. La burocracia que demanda la dirección de HiTek, en donde el mayor esfuerzo se dedica a rellenar los impresos de petición de fondos, origina situaciones absurdas. Igualmente risibles son las reuniones de personal, que con frecuencia acaban en “ejercicios de sensibilidad”, y despiertan ácidos comentarios por parte de la protagonista. Con todo, la novela no se deja arrastrar por el humor fácil, y contiene pensamientos muy certeros sobre la investigación científica: «Los logros científicos implican asociar ideas que nadie ha asociado antes, ver conexiones que nadie antes ha visto». Entre referencias a la misteriosa beca Niebnitz, la trama avanza agitada por sucesos inesperados. Un rebaño de ovejas sirve de increíble elemento común para experimentar entre las modas y los sistemas caóticos, en los que la oveja líder —también llamada la oveja mansa— determina de forma no convencional su comportamiento. Aunque cuando el rebaño entra en el edificio y llega hasta los despachos del equipo directivo, la situación se vuelve más tensa. En conjunto, todo es muy risible y muy surrealista.

El final, que no desvelaré, contiene unas atinadas reflexiones sobre las modas vistas como sistemas caóticos imposibles de predecir, elicitadas por una protagonista contenta que, por una vez, se sale con la suya.


[1] Hoy, una réplica exacta cuelga del Panteón. El péndulo original se puede ver en el Museo de Artes y Oficios de París.

[2] En el siglo XIX el Panteón llegó a estar consagrado como iglesia, celebrando oficios religiosos.

[3] Como curiosidad, León Foucault no está enterrado en el Panteón sino en el cementerio de Montmartre.

[4] Esa anécdota aparece en Oveja mansa, pero Wikipedia la desmiente.

[5] El sueño no se menciona en Oveja mansa, solo el viaje en tren.

[6] Pasada la primera sonrisa, estas anécdotas dan que pensar sobre cómo funciona la mente y la influencia de los procesos inconscientes en el descubrimiento científico.

[7] En 1965, Arno Penzias y Robert Wilson descubrieron accidentalmente la radiación de fondo de microondas mientras trabajaban sobre un nuevo tipo de antena en los laboratorios Bell en Holmdel, New Jersey. La radiación de fondo ha sido uno de los pilares de la teoría del Big Bang. Por este hallazgo, recibieron el Premio Nobel de Física en 1978.

Pedro Meseguer

El físico francés León Foucault inventó el péndulo que lleva su nombre para visualizar la rotación de la Tierra. Tras varios experimentos iniciales, en 1851 realizó una demostración pública en el Panteón de París, colgando de su bóveda un péndulo de 67 metros de largo con una bala de cañón recubierta de latón de 28 kg[1]. Fue un éxito absoluto. Pero el lugar, además de una arquitectura adecuada, también aportaba significado. El Panteón, edificado en la cima de la colina de Santa Genoveva, impone con su frontal neoclásico y su enorme cúpula. La presencia del péndulo de Foucault en el Panteón, mausoleo laico[2] que recoge los restos de los grandes hombres y mujeres de Francia[3], recuerda la consideración de que la ciencia es un asunto serio, y debe ser tratada con respeto y veneración (y, a veces, hasta con un punto de solemnidad).

            Esa reverencia por la ciencia no está nada presente en las páginas de la novela Oveja mansa, escrita por Connie Willis. Bien al contrario, Sandra Foster, la protagonista, se esfuerza en desmitificarla: «El proceso científico es exactamente igual que cualquier otra empresa humana: complicado, azaroso y mal dirigido, y depende enormemente de la casualidad». Y, para sustentar esa tesis, desgrana una serie de anécdotas desmitificadoras sobre científicos y sus hallazgos (poco importa que algunas hayan sido desmentidas en otros foros, la autora las cuenta despreocupada). Por ejemplo, Alexander Fleming era hijo de un jardinero que trabajaba en la casa de la familia Churchill. Cuando Winston Churchill, el que fuera primer ministro británico, tenía 10 años, se cayó en un estanque y el jardinero lo salvó. Como muestra de gratitud, los Churchill pagaron los estudios universitarios de Alexander[4]. La puntería de Fleming con el rifle hizo que, una vez graduado, siguiera en el St. Mary’s Hospital Medical School para competir con su equipo de tiro. Tras la Primera Guerra Mundial volvió ese hospital. Allí, en 1928, descubrió la penicilina de forma accidental en su desordenado laboratorio. O el caso de las paperas de Einstein a los cuatro años. Para distraerlo en los largos días de cama, su padre le regaló una brújula de bolsillo. El propio Einstein ha confesado el impacto que le causó ese aparatito, con su aguja siempre apuntando en la misma dirección sin estar en contacto con nada. Tras esa anécdota, la autora apostilla: «Y [con la brújula, su padre le entregó] las llaves del universo».

También aparecen casos en donde, tras varios días de intensa dedicación, la solución de un problema se muestra en la mente del investigador sin esfuerzo aparente. Como si fuera un regalo. Por ejemplo, el incidente del matemático francés Poincaré con el autobús. Cuando era profesor en la universidad de Caen, llevaba trabajando una temporada sobre una cuestión que se le resistía. Frustrado, decidió tomarse un descanso, y se unió a una expedición geológica. Al subir al autobús, la solución del problema —un importante descubrimiento sobre funciones fuchsianas— apareció nítida en su mente, acompañada de la certeza de su corrección. Para explicar este fenómeno, la autora recurre al caos: «Otros teóricos del caos han explicado la experiencia de Poincaré como el resultado de la conjunción de dos marcos de referencia distintos». O el caso de Mendeléiev, el padre de la tabla periódica, que protagonizó otra anécdota parecida. El profesor de la universidad de San Petersburgo se dirigía, en 1869, a una conferencia sobre la fabricación de quesos, cuando se quedó dormido en el tren[5]. «En un sueño vi una tabla en la que todos los elementos encajaban en su lugar. Al despertar, tomé nota de todo», declaró. Y así nació la clasificación de los elementos químicos[6].

Esta novela contiene mucho humor; la autora enumera anécdotas cotidianas y nada solemnes sobre las contribuciones de multitud de personas de ciencia —incluidos grandes nombres como Arquímedes, Newton o Darwin— siempre en la misma línea: lo que más importa de un científico no es su preparación sino «la suerte». Además de los mencionados, cita un conjunto relevante de investigadores de primer nivel: Roëtgen, Galvani, Messier, Penzias (en un episodio construyen una secuencia de pares de científicos; tras “Penzias y Wilson”[7], un personaje de la novela sugiere incluir “Gilbert y Sullivan”), Kekulé, Malthus, Wegener… Estas pequeñas historias sirven para ambientar la trama humorística de la obra. La acción se desarrolla en la empresa HiTek —un obvio guiño a High Technology, y un símbolo de organizaciones científicas reales—, en donde la protagonista estudia toda clase de modas: la del pelo corto, la del hula-hoop, la de la muñeca Barbie, etc. Los errores en la entrega de paquetes de una hilarante ayudante llamada Flip, facilitan que la protagonista conozca a otros investigadores y, en particular, a un teórico del caos con quien establece una buena relación personal. La burocracia que demanda la dirección de HiTek, en donde el mayor esfuerzo se dedica a rellenar los impresos de petición de fondos, origina situaciones absurdas. Igualmente risibles son las reuniones de personal, que con frecuencia acaban en “ejercicios de sensibilidad”, y despiertan ácidos comentarios por parte de la protagonista. Con todo, la novela no se deja arrastrar por el humor fácil, y contiene pensamientos muy certeros sobre la investigación científica: «Los logros científicos implican asociar ideas que nadie ha asociado antes, ver conexiones que nadie antes ha visto». Entre referencias a la misteriosa beca Niebnitz, la trama avanza agitada por sucesos inesperados. Un rebaño de ovejas sirve de increíble elemento común para experimentar entre las modas y los sistemas caóticos, en los que la oveja líder —también llamada la oveja mansa— determina de forma no convencional su comportamiento. Aunque cuando el rebaño entra en el edificio y llega hasta los despachos del equipo directivo, la situación se vuelve más tensa. En conjunto, todo es muy risible y muy surrealista.

El final, que no desvelaré, contiene unas atinadas reflexiones sobre las modas vistas como sistemas caóticos imposibles de predecir, elicitadas por una protagonista contenta que, por una vez, se sale con la suya.


[1] Hoy, una réplica exacta cuelga del Panteón. El péndulo original se puede ver en el Museo de Artes y Oficios de París.

[2] En el siglo XIX el Panteón llegó a estar consagrado como iglesia, celebrando oficios religiosos.

[3] Como curiosidad, León Foucault no está enterrado en el Panteón sino en el cementerio de Montmartre.

[4] Esa anécdota aparece en Oveja mansa, pero Wikipedia la desmiente.

[5] El sueño no se menciona en Oveja mansa, solo el viaje en tren.

[6] Pasada la primera sonrisa, estas anécdotas dan que pensar sobre cómo funciona la mente y la influencia de los procesos inconscientes en el descubrimiento científico.

[7] En 1965, Arno Penzias y Robert Wilson descubrieron accidentalmente la radiación de fondo de microondas mientras trabajaban sobre un nuevo tipo de antena en los laboratorios Bell en Holmdel, New Jersey. La radiación de fondo ha sido uno de los pilares de la teoría del Big Bang. Por este hallazgo, recibieron el Premio Nobel de Física en 1978.

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