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Las huellas de la vida
Las huellas de la vida

01/DEC/2022
01/DEC/2022

 

Pedro Meseguer

Jane Austen, la gran novelista británica, solía pasar los veranos con su familia en la costa del sur de Inglaterra. En septiembre de 1804 estuvo unas semanas en la localidad de Lyme Regis, y preguntó a un ebanista local apellidado Anning si podía arreglarle la tapa de un baúl. No se pusieron de acuerdo en el precio y se lo encargó a otro profesional. Lo que no podía sospechar Jane, que era especialista en crear universos poblados por minuciosos vínculos entre sus personajes (en ese tiempo ya había escrito algunos relatos, aunque no había encarado sus grandes obras; trabajaba sobre una novela, Los Watson, que dejó sin terminar), es que la niña de cinco años que correteaba por el taller del ebanista llegaría a desvelar otro universo, muy diferente al que ella creaba en sus textos, pero igualmente vasto y lleno de incógnitas. Se trataba de las huellas físicas de un pasado terrestre —que hoy se conoce como Era Mesozoica (antes llamada Era Secundaria)—, un periodo pretérito, enigmático e inexplorado, donde la vida había seguido otros meandros y generado especies desconocidas que provocaron asombro o incredulidad.

            Aquella niña se llamaba Mary; con un pasado singular —con quince meses había sobrevivido al impacto de un rayo que mató a la mujer que la sostenía—, llegó a ser una famosa descubridora de fósiles y la primera paleontóloga reconocida como tal. Su actividad en Lyme Regis, acompañada por Elizabeth Philpot, es el tema de la novela Las huellas de la vida, publicada en 2009 por la escritora estadounidense Tracy Chevalier. Esta obra no solo recrea las vidas de estas dos mujeres, sino que pone en valor su función en el conocimiento de las especies extinguidas, y en la evolución de las ideas dominantes durante el siglo XIX. Basada en hechos reales, alcanza un delicado equilibrio entre datos comprobados y ficciones que solo permite la imaginación.

            Richard Anning, el padre ebanista, redondeaba sus ingresos buscando fósiles en las playas cercanas, que luego vendía. En ese tiempo, coleccionar elementos que tuvieran alguna singularidad estaba de moda y los fósiles eran una curiosidad más. Además, las playas de Lyme Regis, con acantilados de rocas sedimentarias que miles de años antes habían constituido el fondo del mar, con frecuentes deslizamientos y pequeños derrumbes, formaban un lugar ideal para encontrar fósiles marinos con la marea baja. Mary y su hermano mayor Joseph lo acompañaban en esas excursiones y aprendieron rápido. Cuando su padre murió, los hermanos tenían catorce y once años, y continuaron con esa actividad. Necesitaban vender fósiles para comer. A esa edad, Joseph descubrió el cráneo completo de un ictiosaurio —inicialmente lo confundieron con un cocodrilo— y, al año siguiente, Mary encontró su esqueleto (un corrimiento en el acantilado mostró parte; la totalidad fue extraída por canteros). A pesar del hallazgo, en los años siguientes Joseph dedicó más atención a aprender el oficio de tapicero y Mary se fue quedando sola en su búsqueda.

            Elizabeth Philpot era una mujer de la pequeña burguesía, que en 1805 vino con sus hermanas a instalarse a Lyme Regis. Su hermano abogado se casaba y ocupaba la casa familiar de Londres. A pesar de la diferencia de edad —Elizabeth era casi veinte años mayor— se hizo amiga de la niña. Y la acompañaba en sus excusiones en busca de fósiles. Lo que para Mary era una forma de vida para Elizabeth era una afición, ya que se limitaba a coleccionar peces fósiles, tema en el que se había especializado.

            Los hallazgos de Mary atrajeron a coleccionistas como Thomas Birch o el hacendado local Lord Henley, que enriquecieron sus armarios con piezas de valor sustantivo obtenidas a precios módicos. A veces auténticas gangas. Mary provenía de clase baja (además, en su familia eran disidentes, protestantes no anglicanos, lo que causaba un cierto ostracismo social). Contaba con una educación muy limitada —había aprendido a leer y escribir en la escuela dominical—, y el hecho de que supiera más que nadie en la búsqueda práctica de fósiles marinos no se impuso a los condicionantes académicos que imperaban en las instituciones geológicas de la época. Pero entre las dificultades, hubo un episodio de altruismo. En 1820, el ya mencionado Thomas Birch subastó su colección y le entregó los beneficios a Mary, que consiguió salir de una pobreza agobiante. Unos años después, ella compró una casa en donde se mudó con su familia —su madre y su hermano— e instaló una tienda de venta de fósiles.

Además de varios ictiosaurios, Mary Anning descubrió esqueletos de un nuevo tipo de reptil marino, que se denominó plesiosaurio. Este hallazgo revelaba un animal con un cuello extremadamente largo —35 vértebras—, lo que originó los recelos de la gran autoridad sobre paleontología de la época, el barón francés George Cuvier. Inicialmente dudó de su autenticidad, lo que levantó una tormenta en el corazón de Mary, siempre muy celosa de su honestidad profesional. Finalmente Cuvier concluyó que el fósil era legítimo; además, este hecho fue certificado en una reunión especial de la Sociedad Geológica Británica en 1824.

La búsqueda de fósiles en las playas de Lyme Regis con la marea baja implicaba riesgo. Los acantilados, formados por rocas sedimentarias muy fracturadas, ofrecían hallazgos insólitos pero, a veces, también se convertían en trampas peligrosas. A menudo sucedían deslizamientos y derrumbes, y Mary estuvo expuesta a varios. Su perro Tray, que siempre le acompañaba en sus expediciones, murió por un desprendimiento en 1833, en el que ella sufrió diversas contusiones.

            A pesar de sus buenas relaciones con grandes coleccionistas que, en ocasiones, alcanzaban a aristócratas y miembros de casas reales, las dificultades económicas volvieron. Con el apoyo de nombrados paleontólogos, en 1835 el gobierno británico le concedió una pensión anual de 25 libras, lo que le permitió una cierta estabilidad monetaria. Por primera vez, su modesto bienestar ya no dependía exclusivamente del martillo para fósiles que le había fabricado su padre.

            Y así fue la vida de Mary Anning, dedicada a la búsqueda de fósiles marinos en las playas de Lyme Regis. Alcanzó una indudable maestría en esta materia —no pocos paleontólogos de su tiempo reconocieron su valía—, pero su origen humilde, su educación limitada y su condición de mujer fueron obstáculos insalvables para que instituciones dedicadas al conocimiento se plantearan afiliarla. Hoy, los museos de Ciencias Naturales de París y Londres albergan buena parte de sus hallazgos, testigos mudos pero elocuentes de un mundo arcaico, que tuvieron un enorme impacto en el avance del conocimiento sobre la historia de nuestro planeta. Y en su época fueron sólidas evidencias frente a la superstición. En distintos ámbitos se ha reconocido la excepcional aportación de esta mujer para el avance de la ciencia[1].

Mary Anning contrajo un cáncer de pecho en 1845, y redujo su ritmo de trabajo a causa de la enfermedad. Murió dos años más tarde; su amiga Elizabeth le sobrevivió diez años.

Las huellas de la vida

Tracy Chevalier, 2009

 

[1] La Royal Society de Londres considera a esta descubridora entre las 10 mujeres científicas más influyentes de la historia. En el año 2020 se estrenó una película sobre su vida titulada “Ammonite”.

Pedro Meseguer

Jane Austen, la gran novelista británica, solía pasar los veranos con su familia en la costa del sur de Inglaterra. En septiembre de 1804 estuvo unas semanas en la localidad de Lyme Regis, y preguntó a un ebanista local apellidado Anning si podía arreglarle la tapa de un baúl. No se pusieron de acuerdo en el precio y se lo encargó a otro profesional. Lo que no podía sospechar Jane, que era especialista en crear universos poblados por minuciosos vínculos entre sus personajes (en ese tiempo ya había escrito algunos relatos, aunque no había encarado sus grandes obras; trabajaba sobre una novela, Los Watson, que dejó sin terminar), es que la niña de cinco años que correteaba por el taller del ebanista llegaría a desvelar otro universo, muy diferente al que ella creaba en sus textos, pero igualmente vasto y lleno de incógnitas. Se trataba de las huellas físicas de un pasado terrestre —que hoy se conoce como Era Mesozoica (antes llamada Era Secundaria)—, un periodo pretérito, enigmático e inexplorado, donde la vida había seguido otros meandros y generado especies desconocidas que provocaron asombro o incredulidad.

            Aquella niña se llamaba Mary; con un pasado singular —con quince meses había sobrevivido al impacto de un rayo que mató a la mujer que la sostenía—, llegó a ser una famosa descubridora de fósiles y la primera paleontóloga reconocida como tal. Su actividad en Lyme Regis, acompañada por Elizabeth Philpot, es el tema de la novela Las huellas de la vida, publicada en 2009 por la escritora estadounidense Tracy Chevalier. Esta obra no solo recrea las vidas de estas dos mujeres, sino que pone en valor su función en el conocimiento de las especies extinguidas, y en la evolución de las ideas dominantes durante el siglo XIX. Basada en hechos reales, alcanza un delicado equilibrio entre datos comprobados y ficciones que solo permite la imaginación.

            Richard Anning, el padre ebanista, redondeaba sus ingresos buscando fósiles en las playas cercanas, que luego vendía. En ese tiempo, coleccionar elementos que tuvieran alguna singularidad estaba de moda y los fósiles eran una curiosidad más. Además, las playas de Lyme Regis, con acantilados de rocas sedimentarias que miles de años antes habían constituido el fondo del mar, con frecuentes deslizamientos y pequeños derrumbes, formaban un lugar ideal para encontrar fósiles marinos con la marea baja. Mary y su hermano mayor Joseph lo acompañaban en esas excursiones y aprendieron rápido. Cuando su padre murió, los hermanos tenían catorce y once años, y continuaron con esa actividad. Necesitaban vender fósiles para comer. A esa edad, Joseph descubrió el cráneo completo de un ictiosaurio —inicialmente lo confundieron con un cocodrilo— y, al año siguiente, Mary encontró su esqueleto (un corrimiento en el acantilado mostró parte; la totalidad fue extraída por canteros). A pesar del hallazgo, en los años siguientes Joseph dedicó más atención a aprender el oficio de tapicero y Mary se fue quedando sola en su búsqueda.

            Elizabeth Philpot era una mujer de la pequeña burguesía, que en 1805 vino con sus hermanas a instalarse a Lyme Regis. Su hermano abogado se casaba y ocupaba la casa familiar de Londres. A pesar de la diferencia de edad —Elizabeth era casi veinte años mayor— se hizo amiga de la niña. Y la acompañaba en sus excusiones en busca de fósiles. Lo que para Mary era una forma de vida para Elizabeth era una afición, ya que se limitaba a coleccionar peces fósiles, tema en el que se había especializado.

            Los hallazgos de Mary atrajeron a coleccionistas como Thomas Birch o el hacendado local Lord Henley, que enriquecieron sus armarios con piezas de valor sustantivo obtenidas a precios módicos. A veces auténticas gangas. Mary provenía de clase baja (además, en su familia eran disidentes, protestantes no anglicanos, lo que causaba un cierto ostracismo social). Contaba con una educación muy limitada —había aprendido a leer y escribir en la escuela dominical—, y el hecho de que supiera más que nadie en la búsqueda práctica de fósiles marinos no se impuso a los condicionantes académicos que imperaban en las instituciones geológicas de la época. Pero entre las dificultades, hubo un episodio de altruismo. En 1820, el ya mencionado Thomas Birch subastó su colección y le entregó los beneficios a Mary, que consiguió salir de una pobreza agobiante. Unos años después, ella compró una casa en donde se mudó con su familia —su madre y su hermano— e instaló una tienda de venta de fósiles.

Además de varios ictiosaurios, Mary Anning descubrió esqueletos de un nuevo tipo de reptil marino, que se denominó plesiosaurio. Este hallazgo revelaba un animal con un cuello extremadamente largo —35 vértebras—, lo que originó los recelos de la gran autoridad sobre paleontología de la época, el barón francés George Cuvier. Inicialmente dudó de su autenticidad, lo que levantó una tormenta en el corazón de Mary, siempre muy celosa de su honestidad profesional. Finalmente Cuvier concluyó que el fósil era legítimo; además, este hecho fue certificado en una reunión especial de la Sociedad Geológica Británica en 1824.

La búsqueda de fósiles en las playas de Lyme Regis con la marea baja implicaba riesgo. Los acantilados, formados por rocas sedimentarias muy fracturadas, ofrecían hallazgos insólitos pero, a veces, también se convertían en trampas peligrosas. A menudo sucedían deslizamientos y derrumbes, y Mary estuvo expuesta a varios. Su perro Tray, que siempre le acompañaba en sus expediciones, murió por un desprendimiento en 1833, en el que ella sufrió diversas contusiones.

            A pesar de sus buenas relaciones con grandes coleccionistas que, en ocasiones, alcanzaban a aristócratas y miembros de casas reales, las dificultades económicas volvieron. Con el apoyo de nombrados paleontólogos, en 1835 el gobierno británico le concedió una pensión anual de 25 libras, lo que le permitió una cierta estabilidad monetaria. Por primera vez, su modesto bienestar ya no dependía exclusivamente del martillo para fósiles que le había fabricado su padre.

            Y así fue la vida de Mary Anning, dedicada a la búsqueda de fósiles marinos en las playas de Lyme Regis. Alcanzó una indudable maestría en esta materia —no pocos paleontólogos de su tiempo reconocieron su valía—, pero su origen humilde, su educación limitada y su condición de mujer fueron obstáculos insalvables para que instituciones dedicadas al conocimiento se plantearan afiliarla. Hoy, los museos de Ciencias Naturales de París y Londres albergan buena parte de sus hallazgos, testigos mudos pero elocuentes de un mundo arcaico, que tuvieron un enorme impacto en el avance del conocimiento sobre la historia de nuestro planeta. Y en su época fueron sólidas evidencias frente a la superstición. En distintos ámbitos se ha reconocido la excepcional aportación de esta mujer para el avance de la ciencia[1].

Mary Anning contrajo un cáncer de pecho en 1845, y redujo su ritmo de trabajo a causa de la enfermedad. Murió dos años más tarde; su amiga Elizabeth le sobrevivió diez años.

Las huellas de la vida

Tracy Chevalier, 2009

 

[1] La Royal Society de Londres considera a esta descubridora entre las 10 mujeres científicas más influyentes de la historia. En el año 2020 se estrenó una película sobre su vida titulada “Ammonite”.

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