Pedro Meseguer
La seducción ha empleado cantidades nada despreciables de energía y dinero en la Historia humana. En las películas, los millonarios deslumbran a la persona “objetivo” con yates lujosos, coches deportivos o invitaciones a grandes restaurantes. Para impresionar también emplean fabulosos viajes a países exóticos o disponen del infinito recurso del regalo (joyas, vestidos, perfumes, flores…). En un plano menos ostentoso, el atuendo y el peinado juegan un papel fundamental en la imagen personal, por lo que resultan elementos clave en la seducción (sobre la ropa, no solo por lo qué se lleva sino por cómo se lleva). Además, las hazañas deportivas unidas a las capacidades singulares (tocar un instrumento, escribir poesía, pintar cuadros…) pueden tener su espacio en el proceso. Por último, quedan las gracias asociadas al propio cuerpo: el timbre de la voz, la belleza del rostro, el atractivo de la figura, el magnetismo de la persona, etcétera. En esta dimensión, los ojos representan una ventana al alma del otro u otra, donde sondear la sinceridad y la intensidad de su amor. En un ambiente romántico, una caída de ojos en un momento clave puede derretir el corazón más enrocado.
Por eso resulta singular que ese pequeño movimiento, muchas veces asociado a los prolegómenos del amor, fuera el triste colofón de una sangrienta historia. Sucedió en la Revolución Francesa, en la época de El Terror. El químico frances Antoine Lavoisier fue juzgado (de forma sumaria, la vista duró unas horas) y condenado a la guillotina. Tras el veredicto, él pidió que se pospusiera la ejecución porque necesitaba terminar unos experimentos. A lo cual el juez jacobino Coffinhals respondió con estas palabras: “La revolución no necesita científicos ni químicos, no se puede detener la acción de la justicia”. Como existía cierto debate sobre si se mantenía la consciencia unos segundos tras ser guillotinado, Lavoisier transformó su ejecución en un experimento: pidió a sus discípulos que la presenciaran y se fijaran si parpadeaba después de ser decapitado. La guillotina cayó sobre él al día siguiente del juicio, el 8 de mayo de 1794; la leyenda dice que parpadeó durante varios segundos.
Lavoisier nació en 1743 en el seno de una familia noble y pudiente, y gozó de una educación esmerada. Interesado por las ciencias, estudió leyes por influencia paterna —que consideraba las ciencias como un mero pasatiempo— pero, tras graduarse, decidió no ejercer de abogado y dedicarse a su pasión científica. Hizo aportaciones relevantes en varias disciplinas, aquí comentaré únicamente algunas de química.
Dotado de gran inteligencia, analítico y minucioso, Lavoisier se recreaba en sus experimentos. Era un nobre de gran cultura que empleaba sus recursos en intentar arrancar sus secretos a la realidad, se holgaba discurriendo estrategias que revelaran sus leyes[1]. Rescató la química de las oscuridades medievales de la alquimia, y la llevó a los dominios de la ciencia positiva. Su meticulosa experimentación —lo pesaba todo con balanzas de precisión— le permitió establecer la conservación de la masa en las reacciones químicas, lo que significó un sustancial avance en la conceptualización moderna de esta disciplina. Su extremo cuidado hizo visible el papel del aire —del oxígeno del aire— en las reacciones de combustión. Esas experiencias le capacitaron para refutar la teoría del flogisto —una sustancia misteriosa presente en la materia inflamable, que se consumía con el fuego—. Esa teoría tenía un problema: tras arder, algunos cuerpos aumentaban de peso, por lo que algunos postulaban un peso negativo para el flogisto. La calcinación de estaño en un matraz sellado sirvió como prueba irrefutable para desterrar la imaginada presencia del flogisto en el origen de las llamas.
Lavoisier trabajó en la Ferme Générale, una entidad privada que tenía la concesión de recaudar tributos. Se casó con la hija del copropietario, cuando la chica era adolescente (ella tenía trece años, él veintiocho)[2]. Interesada por la ciencia, ella tradujo textos científicos ingleses y ejerció de auxiliar de laboratorio; en muchos grabados de su actividad, además de Lavoisier y sus ayudantes, aparece una mujer sentada tomando nota de lo que sucede: es su esposa. Todo indica que hicieron un buen tandem científico (un cuadro de Jaques-Louis David los muestra en buena armonía).
Los recaudadores de impuestos eran muy impopulares. Cuando llegó la Revolución Francesa los fermiers fueron procesados, tanto Lavoisier como su suegro corrieron esa suerte; la enemistad de Lavoisier con el jacobino Marat —que firmaba sus artículos de prensa como L’Ami du peuple— no ayudó en su causa. Al día siguiente de su ejecución, el matemático Lagrange dijo: “Ha bastado un instante para cortarle la cabeza, pero quizá ni en un siglo aparecerá otra que se le pueda comparar”. Unos meses después terminó el periodo de El Terror con la decapitación de los principales jacobinos (Robespierre, Coffinhals…). Al año, la nueva Asamblea Nacional le devolvió a su viuda las posesiones confiscadas, junto con una carta confirmando que Lavoisier fue “falsamente condenado”.
[1] Lavoisier disfrutaba con sus experimentos. Hizo instalar un laboratorio bien equipado en su casa, en lo que empleó la dote de su mujer.
[2] Ese enlace hoy nos parece claramente inadecuado. Sucedió así: el conde de Amerval, con cincuenta años, quería casarse con la chica (al que ella definió como “un tonto, un insensible rústico y un ogro”) y amenazó a su progenitor con dejarlo sin trabajo si se oponía —una amenaza creíble, ya que la aristocracia era muy poderosa en el Antiguo Régimen—; buscando una salida, este le ofreció la mano de su hija a Lavoisier que aceptó. El nuevo novio era noble y abogado, ante eso el conde poco pudo hacer.