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Una tibia rota
Una tibia rota

30/SEP/2022
30/SEP/2022

 

Pedro Meseguer

Una tibia rota no parece un buen comienzo para caminar con soltura por la vida. Sin embargo, un bache de salud en la infancia puede ser clave en la construcción del imaginario mental de la persona y, una vez superado, resultar benéfico para su rendimiento adulto. Ejemplos no faltan: los problemas respiratorios de Stevenson, el reumatismo de Gaudí, las paperas de Einstein[1]. A los ocho años, el autor británico H.G. Wells (1866-1946) sufrió un accidente[2] que le causó una fractura de tibia. Las largas horas de reposo hicieron que el niño se volcara en la literatura y que, de adulto, se convirtiera en escritor. Él mismo se refirió a ese accidente como uno de los momentos más afortunados de su vida.

Herbert George Wells nació en el seno de una familia humilde, en el pueblo de Bromley, muy cercano a Londres y hoy ya parte de esa ciudad. Sus padres, que se habían conocido como sirvientes en una casa noble, regentaban una pequeña tienda de porcelanas y menaje que apenas daba para vivir. La primera escuela le dejó unos recuerdos amargos; tras el accidente, que le inoculó para siempre el veneno de la literatura, terminó unos estudios de cultura general y contabilidad. En su primera juventud se empleó en diversos trabajos en los que siempre duraba poco, hasta que huyó del último a la casa señorial donde su madre había vuelto a trabajar como criada. Allí se refugió en la reconstrucción de un telescopio desmantelado que le permitió conectar con el firmamento, que tanta influencia tendría en su obra posterior. Otro polo de atracción fue la biblioteca de los propietarios. Y comenzó a escalarse a sí mismo: consiguió un nuevo empleo y se matriculó en una escuela nocturna, en donde se interesó por los conocimientos científicos del momento (astronomía, geología, física, biología). Lo cursó con aprovechamiento, tanto que fue propuesto para una beca en la Escuela Normal de Ciencias de Londres, en donde realizó estudios de biología. Tuvo como profesor a T. H. Huxley, fisiólogo y abuelo del futuro novelista Aldous Huxley. Al terminar consiguió el cargo de profesor ayudante en una escuela de nivel medio, actividad que simultaneaba con otras tareas en una entrega muy exigente[3]. Pero le diagnosticaron tuberculosis tras un vómito de sangre, y tuvo que bajar el ritmo de su actividad; entonces decidió dedicarse por entero a escribir.

Y así fue como, a finales del siglo XIX, tras una primera juventud de superación, Wells comenzó a publicar en el contexto de lo que se llamaría después ciencia-ficción. Dotado de gran imaginación, se puede decir que reemplazó a Verne (este murió en 1905), y supuso un importante paso adelante en ese tipo de narrativa. Frente a la escrupulosidad de Verne a la hora de presentar elementos científicos en sus narraciones —siempre debían estar conectados con el desarrollo tecnológico de la época—, Wells se muestra mucho menos encorsetado y deja volar la imaginación, en un saludable ejercicio de libertad[4]. Un buen ejemplo de esta recién ganada autonomía es su primera novela La máquina del tiempo (1895) —escrita en quince días y primero publicada por entregas en la revista New Review—. En ella el protagonista explica la dimensión temporal de nuestro mundo con gran claridad, y construye una máquina[5] que le permite viajar en el tiempo y lo traslada desde su actualidad al futuro lejano, al año 802.701. Allí, con la gran libertad para fabular que proporciona ese inmenso lapso de tiempo, descubre dos clases de seres: los eloi, diurnos, infantiloides, inconsistentes e incapaces de mantener cualquier esfuerzo, y los morlocs, nocturnos y violentos. Consigue escapar de estos últimos y prosigue su viaje al futuro, hasta llegar a la desaparición de la vida en la Tierra. Vuelve a su época pero nadie le cree. Y se pierde de nuevo en el futuro.

Su obra de ciencia-ficción más conocida apareció tres años después. Se trata de La guerra de los mundos (1898), una obra en donde Wells narró la invasión de la Tierra por marcianos. La versión radiofónica de esta novela la realizó Orson Welles en Estados Unidos; se emitió a las 20 horas del domingo 30 de octubre de 1938 por la cadena CBS, y la dramatización fue tan real que provocó el pánico en miles de personas al tomar por ciertas las informaciones que solo eran ficción[6]. Una auténtica desbandada. Esa radical reacción muestra la potencia del alcance de dos genios superpuestos, a los que solo separaba una “e” en su apellido. Ellos no se conocían, se encontraron el 28 de octubre de 1940 en San Antonio, Texas. El siguiente enlace contiene un registro sonoro de esa reunión: http://sounds.mercurytheatre.info/mercury/401028.mp3[7]

Pero volvamos a la novela. Wells se sirve de la ciencia-ficción para construir un alegato[8] contra el colonialismo; se atreve a pedir comprensión para los invasores tras recordar la desaparición por la mano humana de etnias y especies naturales. Y termina ese párrafo con esta escalofriante pregunta (que queda sin responder): «¿Somos tan grandes apóstoles de misericordia que tengamos derecho a quejarnos porque los marcianos combatieran con ese mismo espíritu?» Fustiga nuestra vanidad al confrontar seres humanos con unos invasores mucho más desarrollados tecnológicamente. En el devenir de la novela compara a personas con microorganismos y con hormigas. El libro ofrece el tremendo contraste entre una vida apacible en la verde campiña inglesa y una guerra de destrucción total, que irrumpe de manera súbita y que la humanidad pierde por goleada. Además, los marcianos vampirizan a sus prisioneros chupándoles la sangre. El pánico aparece. El protagonista es un hombre común, tanto que no se describen sus rasgos ni su nombre y puede ser cualquier hombre. La obra muestra los efectos de la invasión sobre los lugares cercanos que el protagonista puede alcanzar caminando[9]; y anticipa elementos que se usarán en guerras futuras: rayo ardiente (rayo láser), humo negro (gases axfixiantes). Sobre los personajes secundarios, el autor retrata crudamente al vicario, que pertenece a la clase dirigente y debería de ser capaz de liderar —o al menos orientar— la evacuación de civiles; por el contrario, el artillero, ejemplo de los subalternos que obedecen, queda dibujado con benevolencia. La resolución del conflicto de forma inesperada por los microorganismos terrestres es de nuevo una cura de humildad para la envarada suficiencia de la especie humana. En  muchos casos, nuestras pretensiones de control, en especial en tiempos recientes, son meras ilusiones que libros como este —cuando no la realidad de forma más dolorosa— se encargan de desenmascarar.

En su juventud Wells escribió otras obras de ciencia-ficción, pero en su madurez fue cambiando hacia una temática más social, considerando a las clases medias y a los marginados, y criticando la hipocresía y el imperialismo victorianos. Anticipó los movimientos de liberación femeninos. Testigo de dos guerras mundiales, mantuvo posturas pacifistas. Advirtió del peligro de confiar ciegamente en las máquinas. Wells, de ideología izquierdista, siempre consideró conflictos sociales en sus libros y defendió lo que consideraba positivo del progreso —en especial la educación y la ciencia—. Candidato en cuatro ocasiones al Nobel de Literatura, su vida se apagó el 13 de agosto de 1946

 

[1] Stevenson se ancló en buscar y narrar historias; Gaudí capturó muchas formas de la naturaleza que luego traspasó a sus construcciones; Einstein quedó fascinado por la aguja de la brújula de bolsillo que su padre le había regalado para distraerlo en sus días de cama: para su sorpresa se movía sola, sin que ningun mecanismo la empujara.

[2] Tras el accidente con fractura de tibia, el médico del pueblo colocó mal el hueso y hubo que romperlo de nuevo y reparar el error.

[3] Se dice que en esa época pesaba cuarenta kilos.

[4]Mais il invente!”, exclamaba Verne indignado, criticando las obras de Wells.

[5] A diferencia de Verne, la describe superficialmente y no da detalles precisos —más allá de unas pinceladas sobre su aspecto—.

[6] En especial en New Jersey, lugar donde habían aterrizado los marcianos en la versión de Welles (en el original fue en las cercanías de Londres).

[7] La conversación muestra un Wells irónico y bien humorado.

[8] Esta estrategia ha sido muy utilizada en literatura: cuando un escritor (o escritora) quería criticar algo de su sociedad pero no podía o implicaba un gran riesgo, recurría a la ciencia-ficción y lo colocaba en una sociedad futura e imaginaria. Las personas lectoras, con gran inteligencia, terminaban comprendiendo la intención original.

[9] En realidad se trata de la región por la que Wells solía pasear en bicicleta, según él mismo ha contado.

Pedro Meseguer

Una tibia rota no parece un buen comienzo para caminar con soltura por la vida. Sin embargo, un bache de salud en la infancia puede ser clave en la construcción del imaginario mental de la persona y, una vez superado, resultar benéfico para su rendimiento adulto. Ejemplos no faltan: los problemas respiratorios de Stevenson, el reumatismo de Gaudí, las paperas de Einstein[1]. A los ocho años, el autor británico H.G. Wells (1866-1946) sufrió un accidente[2] que le causó una fractura de tibia. Las largas horas de reposo hicieron que el niño se volcara en la literatura y que, de adulto, se convirtiera en escritor. Él mismo se refirió a ese accidente como uno de los momentos más afortunados de su vida.

Herbert George Wells nació en el seno de una familia humilde, en el pueblo de Bromley, muy cercano a Londres y hoy ya parte de esa ciudad. Sus padres, que se habían conocido como sirvientes en una casa noble, regentaban una pequeña tienda de porcelanas y menaje que apenas daba para vivir. La primera escuela le dejó unos recuerdos amargos; tras el accidente, que le inoculó para siempre el veneno de la literatura, terminó unos estudios de cultura general y contabilidad. En su primera juventud se empleó en diversos trabajos en los que siempre duraba poco, hasta que huyó del último a la casa señorial donde su madre había vuelto a trabajar como criada. Allí se refugió en la reconstrucción de un telescopio desmantelado que le permitió conectar con el firmamento, que tanta influencia tendría en su obra posterior. Otro polo de atracción fue la biblioteca de los propietarios. Y comenzó a escalarse a sí mismo: consiguió un nuevo empleo y se matriculó en una escuela nocturna, en donde se interesó por los conocimientos científicos del momento (astronomía, geología, física, biología). Lo cursó con aprovechamiento, tanto que fue propuesto para una beca en la Escuela Normal de Ciencias de Londres, en donde realizó estudios de biología. Tuvo como profesor a T. H. Huxley, fisiólogo y abuelo del futuro novelista Aldous Huxley. Al terminar consiguió el cargo de profesor ayudante en una escuela de nivel medio, actividad que simultaneaba con otras tareas en una entrega muy exigente[3]. Pero le diagnosticaron tuberculosis tras un vómito de sangre, y tuvo que bajar el ritmo de su actividad; entonces decidió dedicarse por entero a escribir.

Y así fue como, a finales del siglo XIX, tras una primera juventud de superación, Wells comenzó a publicar en el contexto de lo que se llamaría después ciencia-ficción. Dotado de gran imaginación, se puede decir que reemplazó a Verne (este murió en 1905), y supuso un importante paso adelante en ese tipo de narrativa. Frente a la escrupulosidad de Verne a la hora de presentar elementos científicos en sus narraciones —siempre debían estar conectados con el desarrollo tecnológico de la época—, Wells se muestra mucho menos encorsetado y deja volar la imaginación, en un saludable ejercicio de libertad[4]. Un buen ejemplo de esta recién ganada autonomía es su primera novela La máquina del tiempo (1895) —escrita en quince días y primero publicada por entregas en la revista New Review—. En ella el protagonista explica la dimensión temporal de nuestro mundo con gran claridad, y construye una máquina[5] que le permite viajar en el tiempo y lo traslada desde su actualidad al futuro lejano, al año 802.701. Allí, con la gran libertad para fabular que proporciona ese inmenso lapso de tiempo, descubre dos clases de seres: los eloi, diurnos, infantiloides, inconsistentes e incapaces de mantener cualquier esfuerzo, y los morlocs, nocturnos y violentos. Consigue escapar de estos últimos y prosigue su viaje al futuro, hasta llegar a la desaparición de la vida en la Tierra. Vuelve a su época pero nadie le cree. Y se pierde de nuevo en el futuro.

Su obra de ciencia-ficción más conocida apareció tres años después. Se trata de La guerra de los mundos (1898), una obra en donde Wells narró la invasión de la Tierra por marcianos. La versión radiofónica de esta novela la realizó Orson Welles en Estados Unidos; se emitió a las 20 horas del domingo 30 de octubre de 1938 por la cadena CBS, y la dramatización fue tan real que provocó el pánico en miles de personas al tomar por ciertas las informaciones que solo eran ficción[6]. Una auténtica desbandada. Esa radical reacción muestra la potencia del alcance de dos genios superpuestos, a los que solo separaba una “e” en su apellido. Ellos no se conocían, se encontraron el 28 de octubre de 1940 en San Antonio, Texas. El siguiente enlace contiene un registro sonoro de esa reunión: http://sounds.mercurytheatre.info/mercury/401028.mp3[7]

Pero volvamos a la novela. Wells se sirve de la ciencia-ficción para construir un alegato[8] contra el colonialismo; se atreve a pedir comprensión para los invasores tras recordar la desaparición por la mano humana de etnias y especies naturales. Y termina ese párrafo con esta escalofriante pregunta (que queda sin responder): «¿Somos tan grandes apóstoles de misericordia que tengamos derecho a quejarnos porque los marcianos combatieran con ese mismo espíritu?» Fustiga nuestra vanidad al confrontar seres humanos con unos invasores mucho más desarrollados tecnológicamente. En el devenir de la novela compara a personas con microorganismos y con hormigas. El libro ofrece el tremendo contraste entre una vida apacible en la verde campiña inglesa y una guerra de destrucción total, que irrumpe de manera súbita y que la humanidad pierde por goleada. Además, los marcianos vampirizan a sus prisioneros chupándoles la sangre. El pánico aparece. El protagonista es un hombre común, tanto que no se describen sus rasgos ni su nombre y puede ser cualquier hombre. La obra muestra los efectos de la invasión sobre los lugares cercanos que el protagonista puede alcanzar caminando[9]; y anticipa elementos que se usarán en guerras futuras: rayo ardiente (rayo láser), humo negro (gases axfixiantes). Sobre los personajes secundarios, el autor retrata crudamente al vicario, que pertenece a la clase dirigente y debería de ser capaz de liderar —o al menos orientar— la evacuación de civiles; por el contrario, el artillero, ejemplo de los subalternos que obedecen, queda dibujado con benevolencia. La resolución del conflicto de forma inesperada por los microorganismos terrestres es de nuevo una cura de humildad para la envarada suficiencia de la especie humana. En  muchos casos, nuestras pretensiones de control, en especial en tiempos recientes, son meras ilusiones que libros como este —cuando no la realidad de forma más dolorosa— se encargan de desenmascarar.

En su juventud Wells escribió otras obras de ciencia-ficción, pero en su madurez fue cambiando hacia una temática más social, considerando a las clases medias y a los marginados, y criticando la hipocresía y el imperialismo victorianos. Anticipó los movimientos de liberación femeninos. Testigo de dos guerras mundiales, mantuvo posturas pacifistas. Advirtió del peligro de confiar ciegamente en las máquinas. Wells, de ideología izquierdista, siempre consideró conflictos sociales en sus libros y defendió lo que consideraba positivo del progreso —en especial la educación y la ciencia—. Candidato en cuatro ocasiones al Nobel de Literatura, su vida se apagó el 13 de agosto de 1946

 

[1] Stevenson se ancló en buscar y narrar historias; Gaudí capturó muchas formas de la naturaleza que luego traspasó a sus construcciones; Einstein quedó fascinado por la aguja de la brújula de bolsillo que su padre le había regalado para distraerlo en sus días de cama: para su sorpresa se movía sola, sin que ningun mecanismo la empujara.

[2] Tras el accidente con fractura de tibia, el médico del pueblo colocó mal el hueso y hubo que romperlo de nuevo y reparar el error.

[3] Se dice que en esa época pesaba cuarenta kilos.

[4]Mais il invente!”, exclamaba Verne indignado, criticando las obras de Wells.

[5] A diferencia de Verne, la describe superficialmente y no da detalles precisos —más allá de unas pinceladas sobre su aspecto—.

[6] En especial en New Jersey, lugar donde habían aterrizado los marcianos en la versión de Welles (en el original fue en las cercanías de Londres).

[7] La conversación muestra un Wells irónico y bien humorado.

[8] Esta estrategia ha sido muy utilizada en literatura: cuando un escritor (o escritora) quería criticar algo de su sociedad pero no podía o implicaba un gran riesgo, recurría a la ciencia-ficción y lo colocaba en una sociedad futura e imaginaria. Las personas lectoras, con gran inteligencia, terminaban comprendiendo la intención original.

[9] En realidad se trata de la región por la que Wells solía pasear en bicicleta, según él mismo ha contado.

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